Las palabras del título de este artículo, del gran Apóstol San Pablo (Tit. 3, 4), expresan el magno acontecimiento de la noche de Navidad. A partir de ellas el autor desarrolla —en materia publicada originalmente en la edición de Navidad de 1955 de la revista «Catolicismo» y que transcribimos aquí con ligeras adaptaciones— el principio de que cada uno individualmente, cada familia, grupo, congregación, orden religiosa, en fin, cada pueblo está llamado a alabar y retribuir de modo propio la bondad y el amor de Dios hacia los hombres.
El Prof. Plinio resalta que todos y cada uno tienen un lugar junto al santo pesebre, así como los Reyes Magos y los pastores, los ricos y los pobres, los fuertes y los débiles, los sabios y los ignorantes. Por ello, es importante que cada cual se conozca para saber donde colocarse junto al Niño Dios. El autor define además cuál es el modo propio de amor de Dios que corresponde a «Catolicismo» —definición que puede aplicarse perfectamente a los «Tesoros de la Fe», aunque se trate materialmente de una publicación más modesta— y de qué modo los redactores y lectores de la revista están llamados a glorificar a nuestro Divino Salvador.
Plinio Corrêa de Oliveira
¿Quién podrá decir cuántas personas se arrodillarán esta Navidad ante un pesebre? ¿Quién podrá enumerar a los hombres de todas las razas y en todas las latitudes que se acercarán a la cuna del Niño Dios, a fin de implorarle gracias particularmente ricas y abundantes, ese día en que se abren en toda su amplitud las puertas de la misericordia divina?
También nosotros, directores, colaboradores y lectores de Catolicismo nos preparamos para acercarnos al santo pesebre. Queremos meditar las lecciones que de él se sacan, robustecer nuestras voluntades en las gracias que de él promanan, alentar nuestros corazones en la alegría de que él es fuente imperecedera.
Junto al santo pesebre, grandes y pequeños son bien acogidos
Quiso la Providencia que el Niño Jesús recibiera la visita de tres sabios —que según una venerable tradición eran también reyes— y algunos pastores. Precisamente los dos extremos de la escala humana de valores. Pues el rey está de derecho en el ápice del prestigio social, de la autoridad política y del poder económico. El sabio es la más alta expresión de la capacidad intelectual. El pastor se encuentra, en la escala de valores, en materia de prestigio, de poder y de ciencia, en el mínimo grado, al ras del suelo.
Ahora bien, la gracia divina, que llamó al pesebre a los Reyes Magos, del fondo de sus lejanos países, llamó también a los pastores, del fondo de su ignorancia. La gracia nada hace de errado o incompleto. Si ella los llamó, y les mostró cómo ir, les debe haber enseñado también cómo presentarse ante el Hijo de Dios. ¿Cómo ellos se presentaron? Muy característicamente como eran. Los pastores fueron hasta allí llevando su rebaño, sin pasar antes por Belén para una toilette que disfrazase su condición humilde. Los Magos se presentaron con sus tesoros, oro, incienso y mirra, sin buscar ocultar su grandeza a fin de no desentonar del ambiente supremamente humilde en que se encontraba el Divino Infante.
La piedad cristiana, expresada en una iconografía superabundante, entendió durante siglos, y aún entiende, que los Reyes Magos se dirigieron hacia la gruta con todas sus insignias. Esto quiere decir que al pie del pesebre cada cual debe presentarse tal cual es, sin disfraces ni atenuaciones. Pues hay lugar para todos, grandes y pequeños, fuertes y débiles, sabios e ignorantes. Es cuestión, apenas, para cada cual, de conocerse, para saber dónde colocarse junto a Jesús.
Junto al santo pesebre hay lugar para todas las vocaciones
Ahora bien, ¿qué es Catolicismo? ¿Cuál es su lugar en la Casa de Dios? Respondiendo a esta pregunta, habremos encontrado nuestro propio lugar junto a Jesús.
Sabemos que, en el Cielo, los ángeles, distribuidos en los nueve coros, contemplan directamente la esencia divina, en cuya riqueza infinita cada cual ve más nítidamente ciertas perfecciones.
En la Iglesia, se da un hecho análogo. Las órdenes y congregaciones religiosas tienen, en general, su propio espíritu, su índole, su escuela de santificación. Y por eso cada cual contempla e imita más especialmente ciertas perfecciones del Divino Redentor.
Este hecho tiene su repercusión en la vida espiritual de los fieles. Recorrido por las más variadas y fecundas corrientes de espiritualidad, nacidas de órdenes religiosas, o de santos de los más variados estados, se distribuye el laicado en grandes familias espirituales, de contornos más precisos, o menos, cuya vitalidad se identifica con la propia vitalidad religiosa de un pueblo. Congregados marianos, Hijas de María, Acción Católica, terciarios carmelitas, franciscanos, dominicos, norbertinos, servitas, oblatos benedictinos, cooperadores salesianos y tantos otros representan apenas los puntos de cristalización más visible de esas diversas corrientes.
De hecho, el espíritu de San Ignacio, como el de Santo Domingo, San Benito, San Francisco, San Juan Bosco y de los demás santos, sopla aún mucho más ampliamente en toda la Cristiandad, dotándola de una diversidad maravillosamente armoniosa.
Diversas campanas de un mismo carillón
Los hechos espirituales, a su vez, generan consecuencias en el terreno del apostolado. Y así vemos en la Iglesia militante una admirable variedad de obras apostólicas que actúan cada cual con medios peculiares, hablan a los hombres un lenguaje propio, y se articulan explícita o tácitamente con las demás, para la realización del Reinado de Jesucristo sobre la tierra.
Era necesario que así fuese. Pues a los hombres, Dios los crea muy diversos entre sí, con necesidades, aspiraciones y vías muy personales. Las verdades que más tocan a unos no son siempre las que más fácilmente mueven o esclarecen a los otros.
Podríamos comparar el conjunto de las obras católicas de un país a un inmenso carillón, en que cada campana emite un sonido propio, sea él grave, solemne, vigoroso, sea cristalino, alegre, juvenil. Del hecho de que todos toquen, resulta la armonía del conjunto.
En el inmenso carillón de las obras de apostolado, ¿cuál es el papel de Catolicismo?
La oferta de la mirra equivale al principio de contradicción
¿Cuál es, en este gigantesco esfuerzo de construcción, nuestra parcela de colaboración? Arrodillados a los pies del Niño Jesús, en la visita de Navidad, todos le ofrecerán sus regalos: educadores, misioneros, oradores, dirigentes de obras, tendrán frutos positivos que ofrecerle. Mientras tantos se presentarán delante de Él con las manos llenas de oro e incienso, ¿qué le daremos nosotros?
Una colección de publicaciones.
¿Qué hay de especial en esta colección? Si cada palabra que contenga buena doctrina, por más modesta que sea, tiene a los ojos de la misericordia divina el valor del oro, y le es agradable como el incienso, por cierto hay muchos granos de incienso y oro en nuestras páginas. Pero también hay mucha mirra. De que, por lo demás, sentimos alegría, ya que el Evangelio cuenta que los Reyes Magos llevaran al pesebre no sólo oro e incienso, sino también mirra.
Hay verdades que impresionan a los hombres como el oro. Hay otras que les son suaves y perfumadas como el incienso.
En cuanto a la mirra, es más modesta. La raíz etimológica de esa palabra se relaciona con el vocablo “mur”, que en árabe quiere decir “amargo”. Los especialistas describen la mirra como una resina gomosa, en forma de lágrimas, dotada de gusto amargo, aromática, roja, semitransparente, frágil y brillante. Su olor es agradable, pero un poco penetrante. Como se ve, tiene ella la belleza discreta, austera, fuerte, de la sangre. Y su perfume es el de la disciplina y de la sobriedad.
Diríamos que en el campo ideológico la gran verdad representada por la mirra es el principio de contradicción, por el cual el sí es sí y el no es no. Todas las otras son oro e incienso, pero sólo valen si son apreciadas en un ambiente perfumado por la mirra. Y es de esta mirra que abundante, muy, muy abundantemente necesitamos.
“Al pan, pan y al vino, vino”
No se confunda el principio de contradicción —que es la quinta-esencia de la lógica, de la coherencia, de la objetividad— con el espíritu de contradicción. Éste es un vicio que resulta del placer jactancioso de contrariar al prójimo: es voluble, y hace del sí, no y del no sí, conforme convenga a la posición arbitrariamente tomada en el momento.
Somos un pueblo que tiene el defecto de sus cualidades. Propensos habitualmente a todo lo que es bueno, lamentablemente no somos al mismo tiempo contrarios a todo cuanto es malo. En general, los otros pueblos, cuando aman una verdad, odian el error que le es contrario. Y recíprocamente, cuando aman el error detestan la verdad que a él se contrapone. En último análisis, es por el juego de ese principio que se explican las grandes fidelidades, como las grandes apostasías. En nuestra psicología, el odio explícito y declarado a la verdad y al bien es raro. En ese sentido somos uno de los mejores pueblos de la tierra. Pero cuando se trata, para nosotros, de deducir del amor a la verdad y al bien una actitud militante contra el error y el mal, el caso es distinto. Y en el fondo, esto se da porque el principio de contradicción es antipático a nuestra placidez. Una expresión muy conocida expresa en lenguaje popular el principio de contradicción: “al pan, pan; y al vino, vino”. Pero en innumerables casos confundimos al pan con el vino.
“Sea, pues, vuestro modo de hablar, sí, sí; no, no”
Tal vez, en vista de estas reflexiones, algún lector sonría, como quien está en presencia de un amable defecto. Pues no deja de tener algo de simpático y tranquilizador esa bonhomía.
Pero estudiemos este asunto en el terreno de la moral. Se trata de analizar esta tendencia psicológica, para ver si está conforme con la Ley de Dios. No es con meras sonrisas, sino con mucha seriedad que se resuelven los problemas morales.
Aquel que vino al mundo para predicar las bienaventuranzas, nos dejó por precepto que fuésemos fieles al principio de contradicción: “Sea, pues, vuestro modo de hablar, sí, sí; no, no” (Mt. 5, 37). Y si tal debe ser nuestro lenguaje, tal debe ser nuestro pensamiento. En materia de moral, más que en cualquier otra, todo exceso es un mal, aunque sea de cualidades tan simpáticas como la bonhomía y la suavidad de trato. Un mal que conforme el caso puede volverse muy grave.
Católico “no practicante”, un término cacofónico y antitético
Ejemplifiquemos. En el terreno religioso, ¿no es verdad que el amortiguamiento del principio de contradicción nos conduce con mucha frecuencia a actitudes lamentables? ¿Cuántos son los católicos que se juzgan con el derecho de discordar de la Iglesia en algún o en muchos puntos? Con esto, aunque se ufanen de ser católicos, pecan contra la fe. ¿Por qué? Simplemente porque imaginan posible una tercera posición entre ser católico y no ser. ¡Lo mismo se diga de la naturalidad con que se admite entre nosotros una categoría de católicos “no practicantes”! Claro que los hay en el mundo entero. Pero nos parece que en ningún país ellos tienen tan poca conciencia de lo que su estado presenta de cacofónico, de antitético, en una palabra, de contradictorio.
Por fin, un ejemplo más. ¡Cuántas familias tenemos, ejemplarmente constituidas! ¿Por qué progresan tanto las modas inmorales? Es que esas familias, que aprecian tanto la virtud, son a veces poco enérgicas en el combate al vicio. En todos estos casos, ¿qué nos falta? Vivacidad en el principio de contradicción lapidariamente definido por Nuestro Señor, cuando mostró la incompatibilidad entre el “sí” y el “no”.
Este artículo se va extendiendo demasiado. No resisto sin embargo al deseo de mostrar otro ejemplo. Todos se quejan de la anemia de la vida partidaria, de la atonía en materia de ideología política, y del predominio de las cuestiones personales en la vida pública. Una de las causas de este hecho está en la carencia del principio de contradicción. Pues si frente a una idea que consideramos cierta no nos unimos para defenderla resueltamente contra las que le son opuestas, ¿cómo podrá haber partidos con verdadero contenido ideológico?
| ||||
“¡Ojalá fueras frío o caliente!; mas porque eres tibio... ”
El amortiguamiento del principio de contradicción genera el gusto, la manía de las soluciones intermedias, yo casi diría la servidumbre a las soluciones intermedias. Entre dos caminos, escoger siempre el del medio, el que no es ni el bueno ni el malo: es en lo que se cifra para mucha gente toda la sabiduría. Ahora bien, si rechazar por principio las soluciones intermedias es un error, también es un error adoptarlas por principio. Pues hay casos en que la sabiduría las condena formalmente: “¡Ojalá fueras frío o caliente!; mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (Apoc. 3, 15).
La persona viciada en las soluciones intermedias es la víctima ideal de todos los bellacos. Pues la habilidad del bellaco consiste precisamente en hacer con que el ingenuo acepte, con algún disfraz, aquello que, al desnudo y sin maquillaje, él repudiaría. Los herejes son diestros en bellaquerías de esta naturaleza. Rechazando el pelagianismo, obtuvieron ellos la adhesión de innumerables ingenuos por medio del semi-pelagianismo. Condenado el arrianismo, pusieron en circulación el semi-arrianismo. Fulminado el protestantismo, inventaran el bayanismo —herejía propugnada por Miguel Bayo (1513-1589), profesor de la Universidad de Lovaina, Bélgica— y el jansenismo. Condenados el comunismo y el socialismo fabrican un “socialismo mitigado”, que en último análisis no es sino un comunismo velado. Y así sucesivamente.
Errores que “serpentean” peligrosamente entre los fieles
Que esta táctica es particularmente desarrollada en nuestro tiempo, nada más notorio. Estamos en el siglo de la quinta columna. Y que una de las formas más hábiles de solapar los medios católicos es ésa, ya lo dijeron las más altas autoridades eclesiásticas de nuestros días. Lo dijo Su Santidad el Papa Pío XII cuando, en la Encíclica Mystici Corporis Christi, se refirió a los errores que serpentean entre los fieles. Lo dijo Su Eminencia el cardenal Saliège, arzobispo de Toulouse, cuando afirmó en una declaración mundialmente famosa que todo sucede como si hubiese una acción articulada para “preparar en el seno del catolicismo un movimiento de acogida al comunismo” (cf. Catolicismo, nº 37, enero de 1954, p. 8).
Así, nada más peligroso para nosotros, en esta hora, que el amortecimiento del principio de contradicción. Y nada más necesario de que trabajar para que este principio tome más fuerza, más colorido, más eficiencia en toda la vida mental.
La “mirra” con el encanto del oro y del incienso
No sé si un lector que no sea latinoamericano comprenderá bien toda esta problemática. Lo dudo bastante. Pero para un latinoamericano esto es mucho más inteligible. Y es inteligible sobre todo para Ti, Señor Jesús, que, recostado en una cuna rústica, sondeas sin embargo hasta el fondo las almas y los corazones. Para Ti que, siendo la Sabiduría increada, y habiendo nacido de Aquella que es el Trono de la Sabiduría, conoces totalmente la índole de cada pueblo, a todos los amas, a todos los quieres santificar. Para Ti que desde toda la eternidad tan particularmente amaste a nuestros pueblos, y los predestinaste a una grandeza que llenará la historia del mañana.
Nuestra obra es principalmente de mirra. Publicación hecha para católicos militantes y practicantes, queremos que ellos te amen sin mezcla de cualquier otro amor. Que sólo sirvan a un Señor. Que sean cada cual en su corazón una ciudad sin división, contra la cual nada pueda el enemigo. Que no miren hacia atrás, al empuñar el arado, y que en el afán de sembrar no se olviden de arrancar la hierba dañina.
De cierto modo, los católicos militantes y practicantes son, también ellos, sal de la tierra y luz del mundo. En parte depende de la cooperación de ellos que el mundo no se corrompa ni caiga en las tinieblas. Queremos que ellos sean una sal muy y muy salada, una luz puesta en lo más alto de la montaña, y muy brillante. En este sentido, Señor, es nuestra cooperación. Éste es el regalo de Navidad que acumulamos durante el año entero, para ofrecértelo. Otros te darán el incienso de sus innumerables obras, capaces de un bien inapreciable. Nosotros nos inserimos en esta gran obra quemando en abundancia la mirra austera pero odorífera del “sí, sí; no, no”.
Que María Santísima acepte esta mirra en sus manos indeciblemente santas y te las ofrezca. Ella tendrá para Ti entonces el encanto del oro, y del incienso, con alguna cosa más: y esto le vendrá del sudor, de la sangre de alma, y de las lágrimas de un apostolado que tiene sus horas muy amargas...
Pero en la Cruz está la luz. Y en este amargor lo mejor de la alegría y de la belleza de nuestro apostolado.