Mensaje de Navidad que pronunció Benedicto XVI a mediodía antes de impartir la bendición «Urbi et Orbi».
«Os anuncio una gran alegría...: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (cf. Lucas 2, 10-11). Esta noche hemos escuchado de nuevo las palabras del ángel a los pastores y hemos revivido el clima de aquella Noche santa, la Noche de Belén, cuando el Hijo de Dios se ha hecho hombre y, naciendo en una humilde gruta, ha puesto su morada entre nosotros. En este día solemne resuena el anuncio del ángel, que es también una invitación para nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio, a acoger al Salvador.
Que los hombres de hoy no duden en recibirlo en sus propias casas, en las ciudades, en las naciones y en cada rincón de la tierra. Es cierto que en el milenio concluido hace poco, y especialmente en los últimos siglos, se han logrado tantos progresos en el campo técnico y científico; son ingentes los recursos materiales de los que hoy podemos disponer. No obstante, el hombre de la era tecnológica, si se encamina hacia una atrofia espiritual y a un vacío del corazón, corre el riesgo de ser víctima de los mismos éxitos de su inteligencia y de los resultados de sus capacidades operativas. Por eso es importante que abra la propia mente y el propio corazón a la Navidad de Cristo, acontecimiento de salvación capaz de imprimir renovada esperanza a la existencia de todo ser humano.
«Despiértate, hombre: por ti, Dios se ha hecho hombre» (S. Agustín, Serm., 185). ¡Despierta, hombre del tercer milenio! En Navidad, el Omnipotente se hace niño y pide ayuda y protección; su modo de ser Dios pone en crisis nuestro modo de ser hombres; su llamar a nuestras puertas nos interpela, interpela nuestra libertad y nos pide que revisemos nuestra relación con la vida y nuestro modo de concebirla. A menudo, se presenta la edad moderna como inicio del sueño de la razón, como si la humanidad hubiera salido finalmente a la luz, superando un periodo oscuro.
Pero, sin Cristo, la luz de la razón no basta para iluminar al hombre y al mundo. Por eso la palabra evangélica del día de Navidad –«era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Juan 1, 9)– resuena más que nunca como anuncio de salvación para todos. «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (constitución Gaudium et spes, 22). La Iglesia no se cansa de repetir este mensaje de esperanza reiterado por el Concilio Vaticano II, concluido precisamente hace cuarenta años.
Hombre moderno, adulto y, sin embargo, a veces débil en el pensamiento y en la voluntad, ¡déjate llevar de la mano por el Niño de Belén, no temas, fíate de Él! La fuerza vivificante de su luz te alienta a comprometerte en la construcción de un nuevo orden mundial fundado sobre relaciones éticas y económicas justas. Su amor guía a los pueblos y esclarece su conciencia común de ser «familia» llamada a construir vínculos de confianza y de ayuda mutua. Una humanidad unida podrá afrontar los numerosos y preocupantes problemas del momento actual: desde la acechanza terrorista a las condiciones de pobreza humillante en la que viven millones de seres humanos, desde la proliferación de las armas a las pandemias y al deterioro ambiental que amenaza el futuro del planeta.
Que Dios que se ha hecho hombre por amor al hombre aliente a todos los que trabajan por la paz y el desarrollo integral en África, oponiéndose a las luchas fratricidas, para que se consoliden los procesos políticos todavía frágiles y se salvaguarden los más elementales derechos de los que están sumidos en trágicas situaciones, como en Darfur y en otras regiones de África central.
Que lleve a los pueblos latinoamericanos a vivir en paz y concordia. Que anime a los hombres de buena voluntad en Tierra Santa, en Irak, en Líbano, donde, aunque no falten signos esperanzadores, éstos han de ser confirmados por comportamientos inspirados en la lealtad y la sabiduría; que favorezca los procesos de diálogo en la península coreana y en otras partes de los países asiáticos, a fin de que se superen las divergencias peligrosas y, con espíritu amistoso, se alcancen los logros de paz que tanto esperan sus pobladores.
En Navidad nuestro espíritu se abre a la esperanza contemplando la gloria divina escondida en la pobreza de un Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre: es el Creador del universo reducido a la impotencia de un recién nacido. Aceptar esta paradoja, la paradoja de la Navidad, es descubrir la Verdad que nos hace libres y el amor que transforma la existencia. En la noche de Belén, el Redentor se hace uno de nosotros, para ser compañero nuestro en los caminos insidiosos de la historia. Tomemos la mano que Él nos tiende: es una mano que nada nos quiere quitar, sino sólo dar.
Entremos con los pastores en la choza de Belén, bajo la mirada amorosa de María, testigo silencioso del prodigioso nacimiento. Que Ella nos ayude a vivir una buena Navidad; que nos enseñe a guardar en el corazón el misterio de Dios, que se ha hecho hombre por nosotros; que nos guíe para dar al mundo testimonio de su verdad, de su amor y de su paz.
Ciudad del Vaticano, domingo, 25 diciembre 2005.
«Os anuncio una gran alegría...: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (cf. Lucas 2, 10-11). Esta noche hemos escuchado de nuevo las palabras del ángel a los pastores y hemos revivido el clima de aquella Noche santa, la Noche de Belén, cuando el Hijo de Dios se ha hecho hombre y, naciendo en una humilde gruta, ha puesto su morada entre nosotros. En este día solemne resuena el anuncio del ángel, que es también una invitación para nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio, a acoger al Salvador.
Que los hombres de hoy no duden en recibirlo en sus propias casas, en las ciudades, en las naciones y en cada rincón de la tierra. Es cierto que en el milenio concluido hace poco, y especialmente en los últimos siglos, se han logrado tantos progresos en el campo técnico y científico; son ingentes los recursos materiales de los que hoy podemos disponer. No obstante, el hombre de la era tecnológica, si se encamina hacia una atrofia espiritual y a un vacío del corazón, corre el riesgo de ser víctima de los mismos éxitos de su inteligencia y de los resultados de sus capacidades operativas. Por eso es importante que abra la propia mente y el propio corazón a la Navidad de Cristo, acontecimiento de salvación capaz de imprimir renovada esperanza a la existencia de todo ser humano.
«Despiértate, hombre: por ti, Dios se ha hecho hombre» (S. Agustín, Serm., 185). ¡Despierta, hombre del tercer milenio! En Navidad, el Omnipotente se hace niño y pide ayuda y protección; su modo de ser Dios pone en crisis nuestro modo de ser hombres; su llamar a nuestras puertas nos interpela, interpela nuestra libertad y nos pide que revisemos nuestra relación con la vida y nuestro modo de concebirla. A menudo, se presenta la edad moderna como inicio del sueño de la razón, como si la humanidad hubiera salido finalmente a la luz, superando un periodo oscuro.
Pero, sin Cristo, la luz de la razón no basta para iluminar al hombre y al mundo. Por eso la palabra evangélica del día de Navidad –«era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Juan 1, 9)– resuena más que nunca como anuncio de salvación para todos. «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (constitución Gaudium et spes, 22). La Iglesia no se cansa de repetir este mensaje de esperanza reiterado por el Concilio Vaticano II, concluido precisamente hace cuarenta años.
Hombre moderno, adulto y, sin embargo, a veces débil en el pensamiento y en la voluntad, ¡déjate llevar de la mano por el Niño de Belén, no temas, fíate de Él! La fuerza vivificante de su luz te alienta a comprometerte en la construcción de un nuevo orden mundial fundado sobre relaciones éticas y económicas justas. Su amor guía a los pueblos y esclarece su conciencia común de ser «familia» llamada a construir vínculos de confianza y de ayuda mutua. Una humanidad unida podrá afrontar los numerosos y preocupantes problemas del momento actual: desde la acechanza terrorista a las condiciones de pobreza humillante en la que viven millones de seres humanos, desde la proliferación de las armas a las pandemias y al deterioro ambiental que amenaza el futuro del planeta.
Que Dios que se ha hecho hombre por amor al hombre aliente a todos los que trabajan por la paz y el desarrollo integral en África, oponiéndose a las luchas fratricidas, para que se consoliden los procesos políticos todavía frágiles y se salvaguarden los más elementales derechos de los que están sumidos en trágicas situaciones, como en Darfur y en otras regiones de África central.
Que lleve a los pueblos latinoamericanos a vivir en paz y concordia. Que anime a los hombres de buena voluntad en Tierra Santa, en Irak, en Líbano, donde, aunque no falten signos esperanzadores, éstos han de ser confirmados por comportamientos inspirados en la lealtad y la sabiduría; que favorezca los procesos de diálogo en la península coreana y en otras partes de los países asiáticos, a fin de que se superen las divergencias peligrosas y, con espíritu amistoso, se alcancen los logros de paz que tanto esperan sus pobladores.
En Navidad nuestro espíritu se abre a la esperanza contemplando la gloria divina escondida en la pobreza de un Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre: es el Creador del universo reducido a la impotencia de un recién nacido. Aceptar esta paradoja, la paradoja de la Navidad, es descubrir la Verdad que nos hace libres y el amor que transforma la existencia. En la noche de Belén, el Redentor se hace uno de nosotros, para ser compañero nuestro en los caminos insidiosos de la historia. Tomemos la mano que Él nos tiende: es una mano que nada nos quiere quitar, sino sólo dar.
Entremos con los pastores en la choza de Belén, bajo la mirada amorosa de María, testigo silencioso del prodigioso nacimiento. Que Ella nos ayude a vivir una buena Navidad; que nos enseñe a guardar en el corazón el misterio de Dios, que se ha hecho hombre por nosotros; que nos guíe para dar al mundo testimonio de su verdad, de su amor y de su paz.