Benedicto XVI: “Reconocer el rostro del Creador lleva a tener mayor amor”

Homilía en la Misa del primer día del año
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 1 de enero de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI durante la Santa Misa de la solemnidad de María Santísima Madre de Dios, celebrada en la Basílica de San Pedro la mañana de este viernes, 43ª Jornada Mundial de la Paz.

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¡Venerados Hermanos, ilustres Señores y Señoras, queridos hermanos y hermanas!

En el primer día del nuevo año tenemos la alegría y la gracia de celebrar a la Santísima Madre de Dios y, al mismo tiempo, la Jornada Mundial de la Paz. ¡En ambos aniversarios celebramos a Cristo, Hijo de Dios, nacido de María Virgen y nuestra verdadera paz! A todos vosotros, que estáis aquí reunidos: Representantes de los pueblos del mundo, de la Iglesia romana y universal, sacerdotes y fieles; y a todos los que están conectados mediante la radio y la televisión, repito las palabras de la antigua bendición: que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz (cfr. Nm. 6,26). Precisamente el tema del Rostro y de los rostros querría desarrollar hoy, a la luz de la Palabra de Dios -Rostro de Dios y rostros de los hombres- un tema que nos ofrece también una clave de lectura del problema de la paz en el mundo.

Hemos escuchado, sea en la primera lectura -extraída del Libro de los Números- sea en el Salmo responsorial, algunas expresiones que contienen la metáfora del rostro referida a Dios: “El Señor haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia” (Nm 6,25); “Apiádese Dios de nosotros y bendíganos, haga resplandecer su faz sobre nosotros” (Sal 66/67, 2-3). El rostro es la expresión por excelencia de la persona, es lo que la hace reconocible y por lo que se muestran sentimientos, pensamientos, intenciones del corazón. Dios, por su naturaleza, es invisible, sin embargo la Biblia le aplica también a Él esta imagen. Mostrar el rostro es expresión de su benevolencia, mientras que esconderlo indica ira e indignación. El Libro del Éxodo dice que “El Señor hablaba a Moisés cara a cara, como habla un hombre a su amigo” (Ex 33,11), y siempre a Moisés el Señor promete su cercanía con una fórmula muy singular: “Mi rostro caminará contigo y te daré descanso” (Ex 33,14). Los Salmos nos muestran a los creyentes como los que buscan el rostro de Dios (cfr. Sal 26/27, 8; 104/105, 4) y los que en el culto aspiran a verlo (cfr. Sal 42,3), y nos dicen que “los hombres rectos” lo “contemplarán” (Sal 10/11,7).

Toda la historia bíblica se puede leer como progresivo desvelo del rostro de Dios, hasta llegar a su plena manifestación en Jesucristo. “Al llegar la plenitud de los tiempos -nos ha recordado también hoy el apóstol Pablo- envió Dios a su Hijo” (Gal 4,4). Y rápidamente añade: “nacido de mujer, nacido bajo la ley”. El rostro de Dios ha tomado un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María, que por eso veneramos con el título altísimo de “Madre de Dios”.

Ella, que ha custodiado en su corazón el secreto de la divina maternidad, ha sido la primera en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre. La madre tiene una relación muy especial, única y de todos modos exclusiva con el hijo recién nacido. El primer rostro que el niño ve es el de la madre, y esta mirada es decisiva para su relación con la vida, con sí mismo, con los demás, con Dios; es decisiva también para que él pueda convertirse en un “hijo de la paz” (Lc 10,6).

Entre las muchas tipologías de iconos de la Virgen María en la tradición bizantina, se encuentra la llamada “de la ternura”, que representa al niño Jesús con el rostro apoyado -mejilla a mejilla- en el de la Madre. El Niño mira a la Madre, y ésta nos mira a nosotros, casi como reflejando al que observa, y reza, la ternura de Dios, bajada en Ellos del Cielo y encarnada en aquel Hijo de hombre que lleva en brazos. En este icono mariano podemos contemplar algo de Dios mismo: un signo del amor inefable que le ha llevado a “dar a su hijo unigénito” (Jn 3,16). Pero ese mismo icono nos muestra también, en María, el rostro de la Iglesia, que refleja sobre nosotros y sobre el mundo entero la luz de Cristo, la Iglesia mediante la cual llega a toda persona la buena noticia: “Ya no es siervo, sino hijo” (Gal 4,7) -como leemos todavía en san Pablo.

¡Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, Señores Embajadores, queridos amigos! Meditar sobre el misterio del rostro de Dios y del hombre es una vía privilegiada que conduce a la paz. Ésta, de hecho, comienza por una mirada respetuosa, que reconoce en el rostro del otro a una persona, cualquiera que sea el color de su piel, su nacionalidad, su lengua, su religión.

 ¿Pero quién, si no Dios, puede garantizar, por así decirlo, la “profundidad” del rostro del hombre? En realidad, sólo si tenemos a Dios en el corazón, estamos en condiciones de detectar en el rostro del otro a un hermano de humanidad, no un medio sino un fin, no un rival o un enemigo, sino otro yo, una faceta del infinito misterio del ser humano. Nuestra percepción del mundo y, en particular, de nuestros similares, depende esencialmente de la presencia en nosotros del Espíritu de Dios.

Es una especie de “resonancia”: quien tiene el corazón vacío, no percibe más que imágenes planas, privadas de espesor. En cambio, cuanto más estemos habitados por Dios, seremos también más sensibles a su presencia en lo que nos rodea: en todas las criaturas, y especialmente en las otras personas, aunque a veces el rostro humano, marcado por la dureza de la vida y del mal, pueda resultar difícil de apreciar y de acoger como epifanía de Dios. Con mayor razón, por tanto, para reconocernos y respetarnos como realmente somos, es decir hermanos, necesitamos referirnos al rostro de un Padre común, que nos ama a todos, a pesar de nuestros límites y nuestros errores.

Desde pequeños, es importante ser educados en el respeto al otro, también cuando es diferente a nosotros. Hoy cada vez es más común la experiencia de clases escolares compuestas por niños de varias nacionalidades, aunque también cuando esto no ocurre, sus rostros son una profecía de la humanidad que estamos llamados a formar: una familia de familias y de pueblos. Más son pequeños estos niños, y más suscitan en nosotros la ternura y la alegría por una inocencia y una hermandad que nos parecen evidentes: a pesar de sus diferencias, lloran y ríen de la misma manera, tienen las mismas necesidades, se comunican de manera espontánea, juegan juntos...

 Los rostros de los niños son como un reflejo de la visión de Dios sobre el mundo. ¿Por qué entonces apagar su sonrisa? ¿Por qué envenenar sus corazones? Desgraciadamente, el icono de la Madre de Dios de la ternura encuentra su trágico opuesto en las dolorosas imágenes de tantos niños y de sus madres en las garras de la guerra y la violencia: prófugos, refugiados, emigrantes forzados. Rostros minados por el hambre y la enfermedad, rostros desfigurados por el dolor y por la desesperación. Los rostros de los pequeños inocentes son una llamada silenciosa a nuestra responsabilidad: frente a su condiciones de impotencia, destruyen todas las falsas justificaciones de la guerra y de la violencia. Debemos simplemente convertirnos en diseñadores de la paz, deponer las armas de todo tipo y comprometernos todos juntos para construir un mundo más digno de la persona.

Mi Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de la Paz de hoy: “Si quieres cultivar la paz, custodia lo creado”, se inscribe en la perspectiva del rostro de Dios y de los rostros humanos. Podemos, de hecho, afirmar que la persona es capaz de respetar a las criaturas en la medida en la que lleva en su propio espíritu un sentido pleno de la vida, de otro modo será llevado a despreciarse a sí mismo y a lo que lo rodea, a no tener respeto por el entorno en el que vive, por lo creado. Quien sabe reconocer en el cosmos los reflejos del rostro invisible del Creador, es llevado a tener mayor amor a las criaturas, mayor sensibilidad por su valor simbólico. Especialmente el Libro de los Salmos es rico en ejemplos de este modo propiamente humano de relacionarse con la naturaleza: con el cielo, el mar, las montañas, las colinas, los ríos, los animales... “¡Cuántas son tus obras, Señor! -exclama el Salmista- ¡Todas las hiciste con sabiduría! Está llena la tierra de tus criaturas” (Sal 104/103,24).

En particular, la perspectiva del “rostro” invita a reafirmarse en lo que, también en este Mensaje, he llamado “ecología humana”. Existe de hecho un nexo muy estrecho entre el respeto a la persona y la salvaguarda de lo creado. “Los deberes hacia el medio ambiente derivan de aquellos hacia la persona considerada en sí misma y en relación con los demás (ibid., 12). Si la persona se degrada, se degrada el entorno en el que vive; si la cultura tiende a un nihilismo, si no teórico, práctico, la naturaleza no podrá no pagar las consecuencias. Se puede, en efecto, constatar un recíproco influjo entre el rostro de la persona y el “rostro” del medio ambiente: “cuando la ecología humana es respetada en la sociedad, también la ecología ambiental saca beneficio” (ibid.; cf Enc. Caritas in veritate, 51). Renuevo, por tanto, mi llamada a invertir en educación, poniéndose como objetivo, además de la necesaria transmisión de nociones técnico-científicas, una más amplia y profunda “responsabilidad ecológica”, basada en el respeto a la persona y a sus derechos y deberes fundamentales. Sólo así el compromiso por el medio ambiente puede convertirse verdaderamente en educación a la paz y construcción de la paz.

Queridos hermanos y hermanas, en el Tiempo de Navidad se repite un Salmo que contiene, entre otras cosas, también un ejemplo estupendo de cómo la venida de Dios transfigura lo creado y provoca una especie de fiesta cósmica. Este himno empieza con una invitación universal a la alabanza: “Cantad al Señor un cántico nuevo, /cantad al Señor, la tierra toda. / Cantad al Señor, bendecid su nombre” (Sal 95/96,1). Pero en un cierto punto este llamamiento a la exultación se extiende a todo lo creado: “Alégrense los cielos, regocíjese la tierra, / truene el mar y cuanto en él se contiene. / Salte de júbilo el campo y cuanto hay en él, / y exulten todos los árboles de la selva” (ibidem 11-12). La fiesta de la fe se convierte en fiesta de la persona y de lo creado: esa fiesta que en Navidad se expresa también mediante la decoración decoración en los árboles, las calles, las casas. Todo reflorece porque Dios ha aparecido en medio de nosotros. La Virgen Madre muestra al Niño Jesús a los pastores de Belén, que se alegran y alaban al Señor (cf Lc 2,20); la Iglesia renueva el misterio para las personas de todas las generaciones, les muestra el rostro de Dios, para que, con su bendición, puedan caminar por la senda de la paz.

[Traducción del original italiano por Patricia Navas@ Libreria Editrice Vaticana]