Por: Oscar Méndez Cervantes
En el sitio de honor de la casa, el Nacimiento para el Niño Dios era un trasunto de la Gloria, en la ingenuidad milagrosa de su breve y minucioso aparato escénico.
Un suave ribazo, en cuya pendiente la Gruta y el Portal fingían –para el alma- una diminuta caja de resonancias, estremecida aún por el villancico navideño. María y José, en unciosa adoración. El concierto angélico, en impalpable revoloteo, entre las ramas de resinosas fragancias. Pastores y rebaños, poblando repechos y hondonadas. Cisnes, en lagos de espejos. Jacales autóctonos, empinándose sobre la gracia topográfica de un mínimo precipicio. A su vera, escarbando la alfombra de heno y musgo, aves corraleras casi tan grandes como la indígena pareja xochimilca, con la batea de las ofrendas florales y el huacal henchido de frutos nada palestinenses, pero sí muy mexicanos. Más allá, sobrepasando los techos de un caserío de tejamanil, la cuadrilla de toreros, circundando al “miura” en trance de embestir, ponía el detalle de casticismo festejoso. En una retirada oquedad –trasunto del Sinaí de los ascetas- el ermitaño imprescindible ponderaba en su contemplación la grandeza del Misterio y de las profecías cumplidas. Un noble perro lanudo, montaba la guardia en torno de la cueva eremítica y mantenía a distancia al Maligno rondador: cuerpo y alas teñidos –ante el fracaso de sus asechanzas- de un ridículo verde bilioso.
Y por encima de todo, más alto aún que las esferas de policromadas luces, con un nevado vellón de escarcha prendido a su cauda sideral, la Estrella fulgurante, señalando el lugar de las adoraciones a la inminencia dadivosa de los Santos Reyes Magos.
No era posible que éstos equivocaran la ruta. Durante toda la noche de Epifanía, ahí posaba el astro, y alumbraba la dulce y tradicional exactitud de aquel privilegiado rincón hogareño. Por eso, cabe las últimas estribaciones de la colina del Nacimiento, buscaba arrimo el calzado de la chiquillería, en la expectación de los obsequios –infalibles- de Melchor, Gaspar y Baltasar.
¡Y qué jubilosa inquietud la nuestra cuando, depositada la clásica epístola pedigüeña –solicitando una desmesurada nómina de regalos, capaces de agotar las arcas de todos los reyes orientales-, nos acogíamos al retiro del lecho infantil, y, apagadas las luces, manteníamos en vela los sentidos y quebrábamos en silencios nuestros cuchicheos ante al más leve ruido nocturno. (“¿Serán ellos?... ¡No, aun es muy temprano!”) Y poco más tarde, creíamos ya adivinar el paso sigiloso de la caravana: cascos de camello hiriendo las baldosas del patio, tin tin de argentados palafrenes, roce de sedas y púrpuras, legendarios, prestigiosos aromas de desierto y de oasis…
Por fin, el cansancio vencía nuestra alertada vigilia y nos cerraba los párpados. Entonces, el sueño poblaba la habitación con las más estupendas visiones, dignas de aquella Jauja de que tan vivamente nos hablaban los cuentos: ríos de melaza, cayendo en cascada sobre el piso; palacios de azúcar cristalizada en que una luz mágica se quebraba en incitantes iridiscencias; juguetes mecánicos corriendo ruidosamente ante el regocijo de regimientos enteros de soldados de plomo; la elegante parsimonia de un gato de serrín y felpa, y, sobre la rinconera, las notas celestes de una cajita de música daban serenata a muñecos de asombrados ojos azules… Y luego, el fusil de madera, y el proyector de sombras chinescas, y el libro de estampas, y un sinfín de maravillas, todas rutilantes, agitadas por una indefinible palpitación de vida…
Pero la belleza de todas esas dulces fantasmagorías, quedábase corta y deslucida ante la mañanera comprobación de la visita de los Magos. ¡Ahí de nuestro alboroto, del gozo estallante en gritos, cabriolas y carreras, con que al alba de Dios taladrábamos los oídos de las personas mayores! Junto al fiel de los estrenos obligados, yacía la milagrera realidad del juguete y la golosina, y tal o cual nota, de puño y letra de Gaspar o Melchor, dejando saludos y abrazos y promesas para los del mejor comportamiento en el siguiente año. De ahí en adelante, la jornada transcurría en una hechicera sucesión de juegos y comentarios de la muchachada, que no se cansaba de acariciar el juguete, y consumir –en sabias pausas- caramelos y rosquillas
¡Bendita Tradición la nuestra, que, en cada uno de sus matices y expresiones, desde la infancia hasta la vejez, nos enjoya la vida con el suave regalo de su diáfano embrujo!
En el sitio de honor de la casa, el Nacimiento para el Niño Dios era un trasunto de la Gloria, en la ingenuidad milagrosa de su breve y minucioso aparato escénico.
Un suave ribazo, en cuya pendiente la Gruta y el Portal fingían –para el alma- una diminuta caja de resonancias, estremecida aún por el villancico navideño. María y José, en unciosa adoración. El concierto angélico, en impalpable revoloteo, entre las ramas de resinosas fragancias. Pastores y rebaños, poblando repechos y hondonadas. Cisnes, en lagos de espejos. Jacales autóctonos, empinándose sobre la gracia topográfica de un mínimo precipicio. A su vera, escarbando la alfombra de heno y musgo, aves corraleras casi tan grandes como la indígena pareja xochimilca, con la batea de las ofrendas florales y el huacal henchido de frutos nada palestinenses, pero sí muy mexicanos. Más allá, sobrepasando los techos de un caserío de tejamanil, la cuadrilla de toreros, circundando al “miura” en trance de embestir, ponía el detalle de casticismo festejoso. En una retirada oquedad –trasunto del Sinaí de los ascetas- el ermitaño imprescindible ponderaba en su contemplación la grandeza del Misterio y de las profecías cumplidas. Un noble perro lanudo, montaba la guardia en torno de la cueva eremítica y mantenía a distancia al Maligno rondador: cuerpo y alas teñidos –ante el fracaso de sus asechanzas- de un ridículo verde bilioso.
Y por encima de todo, más alto aún que las esferas de policromadas luces, con un nevado vellón de escarcha prendido a su cauda sideral, la Estrella fulgurante, señalando el lugar de las adoraciones a la inminencia dadivosa de los Santos Reyes Magos.
No era posible que éstos equivocaran la ruta. Durante toda la noche de Epifanía, ahí posaba el astro, y alumbraba la dulce y tradicional exactitud de aquel privilegiado rincón hogareño. Por eso, cabe las últimas estribaciones de la colina del Nacimiento, buscaba arrimo el calzado de la chiquillería, en la expectación de los obsequios –infalibles- de Melchor, Gaspar y Baltasar.
¡Y qué jubilosa inquietud la nuestra cuando, depositada la clásica epístola pedigüeña –solicitando una desmesurada nómina de regalos, capaces de agotar las arcas de todos los reyes orientales-, nos acogíamos al retiro del lecho infantil, y, apagadas las luces, manteníamos en vela los sentidos y quebrábamos en silencios nuestros cuchicheos ante al más leve ruido nocturno. (“¿Serán ellos?... ¡No, aun es muy temprano!”) Y poco más tarde, creíamos ya adivinar el paso sigiloso de la caravana: cascos de camello hiriendo las baldosas del patio, tin tin de argentados palafrenes, roce de sedas y púrpuras, legendarios, prestigiosos aromas de desierto y de oasis…
Por fin, el cansancio vencía nuestra alertada vigilia y nos cerraba los párpados. Entonces, el sueño poblaba la habitación con las más estupendas visiones, dignas de aquella Jauja de que tan vivamente nos hablaban los cuentos: ríos de melaza, cayendo en cascada sobre el piso; palacios de azúcar cristalizada en que una luz mágica se quebraba en incitantes iridiscencias; juguetes mecánicos corriendo ruidosamente ante el regocijo de regimientos enteros de soldados de plomo; la elegante parsimonia de un gato de serrín y felpa, y, sobre la rinconera, las notas celestes de una cajita de música daban serenata a muñecos de asombrados ojos azules… Y luego, el fusil de madera, y el proyector de sombras chinescas, y el libro de estampas, y un sinfín de maravillas, todas rutilantes, agitadas por una indefinible palpitación de vida…
Pero la belleza de todas esas dulces fantasmagorías, quedábase corta y deslucida ante la mañanera comprobación de la visita de los Magos. ¡Ahí de nuestro alboroto, del gozo estallante en gritos, cabriolas y carreras, con que al alba de Dios taladrábamos los oídos de las personas mayores! Junto al fiel de los estrenos obligados, yacía la milagrera realidad del juguete y la golosina, y tal o cual nota, de puño y letra de Gaspar o Melchor, dejando saludos y abrazos y promesas para los del mejor comportamiento en el siguiente año. De ahí en adelante, la jornada transcurría en una hechicera sucesión de juegos y comentarios de la muchachada, que no se cansaba de acariciar el juguete, y consumir –en sabias pausas- caramelos y rosquillas
¡Bendita Tradición la nuestra, que, en cada uno de sus matices y expresiones, desde la infancia hasta la vejez, nos enjoya la vida con el suave regalo de su diáfano embrujo!