Mensaje completo de Navidad 2023 y bendición Urbi et Orbi del Papa Francisco


Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Navidad!

La mirada y el corazón de los cristianos de todo el mundo se dirigen hacia Belén. Allí, donde en estos días reinan dolor y silencio, resonó el anuncio esperado durante siglos: “Les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2,11). Estas fueron las palabras del ángel en el cielo de Belén y hoy se dirigen también a nosotros. Nos llena de confianza y esperanza saber que el Señor nació por nosotros; que la Palabra eterna del Padre, el Dios infinito, puso su morada entre nosotros; que se hizo carne, vino “y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). ¡Esta es la noticia que cambia el curso de la historia!

El anuncio de Belén es “una gran alegría” (Lc 2,10). ¿Qué alegría? No es la felicidad pasajera del mundo, ni la alegría de la diversión, sino una “gran” alegría, porque nos hace “grandes”. Hoy, en efecto, nosotros seres humanos, con nuestros límites, abrazamos la certeza de una esperanza inaudita, la de haber nacido para el cielo. Sí, Jesús nuestro hermano vino a hacer que su Padre sea nuestro Padre. Siendo un Niño frágil, nos revela la ternura de Dios; y mucho más: Él, el Unigénito del Padre, nos da el “poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,12). Esta es la alegría que consuela el corazón, que renueva la esperanza y da la paz; es la alegría del Espíritu Santo, la alegría de ser hijos amados.

Hermanos y hermanas, en medio de las tinieblas de la tierra, hoy en Belén se ha encendido una llama inextinguible; hoy, en medio de la oscuridad del mundo, hoy prevalece la luz de Dios, que “ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). Hermanos, hermanas, ¡Alegrémonos por esta gracia! Alégrate tú, que has perdido la confianza y las certezas, porque no estás solo, no estás sola: ¡Cristo ha nacido por ti! Alégrate tú, que has abandonado la esperanza, porque Dios te tiende su mano; no te señala con el dedo, sino que te ofrece su manita de Niño para liberarte de tus miedos, para aliviarte de tus fatigas y mostrarte que a sus ojos eres valioso como ningún otro.

Alégrate tú, que en el corazón no encuentras la paz, porque por ti se ha cumplido la antigua profecía de Isaías: “Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado […] y se le da por nombre: […] Príncipe de la paz” (9,5). Con Él, en la escritura, se ve su paz y su Reino no tendrán fin.

En la Escritura, al Príncipe de la paz se le opone “el Príncipe de este mundo” (Jn 12,31) que, sembrando muerte, actúa en contra del Señor, “que ama la vida” (Sb 11,26). Lo vemos obrar en Belén cuando, después del nacimiento del Salvador, sucede la matanza de los inocentes. Cuántas matanzas de inocentes en el mundo: en el vientre materno, en las rutas de los desesperados que buscan esperanza, en las vidas de tantos niños cuya infancia está devastada por la guerra. Son los pequeños Jesús de hoy. Estos niños de cuya infancia es distribuida por las guerras.

Entonces, decir “” al Príncipe de la paz significa decir “no” a la guerra, y esto con valentía, a toda guerra, a la misma lógica de la guerra, un viaje sin meta, una derrota sin vencedores, una locura sin excusas. Pero para decir “no” a la guerra es necesario decir “no” a las armas. Porque si el hombre, cuyo corazón es inestable y está herido, encuentra instrumentos de muerte entre sus manos, antes o después los usará. 

¿Y cómo se puede hablar de paz si la producción, la venta y el comercio de armas aumentan? 
Hoy, como en el tiempo de Herodes, las intrigas del mal, que se oponen a la luz divina, se mueven a la sombra de la hipocresía y del ocultamiento. ¡Cuántas masacres debidas a las armas ocurren en un silencio ensordecedor, a escondidas de todos! La gente, que no quiere armas sino pan, que le cuesta seguir adelante y pide paz, ignora cuántos fondos públicos se destinan a los armamentos. ¡Y, sin embargo, deberían saberlo! Que se hable sobre esto, que se escriba sobre esto, para que se conozcan los intereses y los beneficios que mueven los hilos de las guerras.