En el siglo III el antiguo Credo de la Iglesia romana, luego en el siglo IV el Símbolo de Nicea Constantinopla dicen que Jesucristo nació de la Virgen María o “tomó carne de María” por obra del Espíritu (DS 150).
Si se lee Is 7, 14 el contexto exegético del método de Antioquia, se pude admitir que la profecía conoce una primera realización parcial en la persona de Exequias, bajo la antigua Alianza, y una realización plena en el nacimiento de Jesús, hijo de la virgen María; ver LG 55; MT 1, 22-23 (trad. Osty); Pío VI, carta 1779 (Enchiridium Biblicum 2, 74): H Caselles, art. “Emmanuel”, t. IV (1956) de Catholicisme.
Hoy día muchos autores se inclinan a interpretar estas afirmaciones como simples alusiones a la concepción virginal de Jesús por María, sin referencia distinta al nacimiento virginal.
En realidad, la formulación posterior del Credo romano (“concebido por el Espíritu Santo, nacido de la Virgen María”), datando siempre de los siglos VI y VII, corresponde perfectamente con el pensamiento de los Padres de los siglos IV y V, especialmente de san Ambrosio, de san Agustín, de Teodoreto de Ancira, de León Magno. Hemos evocado a Ambrosio a propósito de Rufino. Conviene citar aquí, explícitamente a Teodoro y León, porque ambos conocieron el honor de ver sus textos, no solo citados sino también hechos suyos por dos concilios ecuménicos; Éfeso retuvo a Teodoreto, Calcedonia a León.
Teodoreto, obispo de Ancira, en sus homilías incluidas en las actas del concilio de Éfeso y citadas por santo Tomás de Aquino (Summa de teología III, 28, 2) escribía: “la naturaleza, después de la concepción, no conoce más una virgen. Pero la gracia mostró una madre que engendra sin atentar contra su virginidad… La mujer que engendra una carne pura, deja de ser virgen. Pero el Verbo de Dios, nacido en una carne, guardó la virginidad de su Madre, demostrando mediante esto que era verdaderamente el Verbo. ¿Nuestro Verbo corrompe nuestro espíritu que lo produce? De la misma manera, Dios, Verbo sustancial, no destruyó la virginidad de su Madre, de quien había resuelto nacer” (MG 77, 1349).
Destaquémoslo: en este texto, la virginidad en su concepción es presentada más como acción del Verbo que como privilegio de María. Algunos años más tarde, el concilio de Calcedonia hacía suya la carta doctrinal de León I al patriarca Flaviano de Constantinopla: el Papa distinguía en ella, expresamente, el nacimiento virginal de la concepción virginal (DS 291).
En el siglo IV, la doctrina no era, por otro lado, una novedad: ya los Capadocios la consideraban como enraizada en la Escritura – Is 7, 14: “una virgen concebirá y parirá”; el profeta diferenciaba concepción y nacimiento. Además, los Doctores del siglo IV, preocupados por el misterio trinitario, la ausencia de sufrimiento de Cristo mediante María, remiten a la generación impasible del Verbo eterno por su Padre. Los misterios se esclarecen mutuamente, como lo dirá, más tarde el concilio Vaticano I (DS 3016).
Hacia el fin del IV siglo, para Epifanio de Salamina, la virginidad in partu prefigura la universal transfiguración de los cuerpos al final de los tiempos (Ap 21, 4). Para él, además, la negación de la virginidad perpetua de María tiene un alcance trinitario: ofende al Padre diciendo que Cristo es hijo de José, al Hijo diciendo que su santuario (María) está contaminado por simiente viril y al Espíritu pretendiendo históricamente incumplida su profecía (Is 7, 14).
Se podría preguntar cómo los Padres de los siglos IV y V alcanzaron una conciencia tan firme de esta verdad a la vez cristológica y marial que parece no haber sido percibida tan claramente con anterioridad.
Reflexionando sobre el desarrollo del dogma realizado por el Espíritu Santo en la Iglesia, el célebre historiador alemán de las doctrinas, Leo Scheffczyk, piensa que su punto de partida fue la afirmación del Credo: “nacido de la Virgen María”. Esta contenida en sus más antiguas presentaciones del Símbolo apostólico; significa que la Iglesia descubrió en la tradición apostólica (mencionada por los Sinópticos) la concepción virginal de Jesús por María bajo la acción, no de un hombre sino del Espíritu divino. A partir de esto, la Iglesia comprendió un punto al que se refiere claramente el evangelio de Lucas (2, 8-20): el nacimiento humano de un Dios.
Siguiendo su reflexión sobre los “presupuestos” y las implicaciones de este “nacido de la Virgen María”, la Iglesia, bajo la orientación de los sucesores de los Doce, los obispos, percibió en el seno de la fe que el Hijo, en su nacimiento, no podía “violar” ni profanar el santuario que había llegado a ser siendo su Madre; y que ninguna otra persona podía violarla ni profanarla. Porque la Virgen, Madre de Dios, no podía – después del nacimiento de Jesús- comportarse como un esposo y una mujer ordinaria, procreando otros hijos siguiendo las leyes ordinarias.
En otros términos, es una percepción sobrenatural de la santidad de María de la santidad extraordinaria incluida en su divina maternidad que condujo a la Iglesia a la afirmación del nacimiento virginal de Jesús y de la perpetua virginidad de su Madre. Ambas estaban contenidas en el “nacido de la Virgen María”, como dos explicaciones de la concepción virginal misma, tan explícitamente Afirmada por los evangelistas y la Tradición apostólica. Aunque ni el nacimiento virginal ni la perpetua virginidad no pudiesen ser reducidos a la concepción virginal, la proclamación consciente de ésta constituye el origen del reconocimiento de aquella.
Profundizando aún más estas últimas opiniones, el historiador alemán de los dogmas nos dice que Lucas y Pablo ven la figura de María y de su virginidad en el interior del misterio de la Salvación. Acentuando la importancia de la virginidad de María para nuestra salvación, Ignacio de Antioquia, Justino e Ireneo de Lyon (se podría decir también: Melitón de Sardes) comprendieron que no había podio ser puramente transitoria, sino que brillaría como un efecto permanente de la Encarnación, perteneciendo siempre a lo que hay de más íntimo en ella: a su Corazón.
Se puede decir entonces: la fe en la concepción virginal del Salvador se desarrolló, bajo la influencia del Espíritu, en fe en su nacimiento virginal y en la perpetua virgnidad de su Madre. Esta fe condujo a la “identificación” simbólica entre las dos Vírgenes Madres (María y la Iglesia), preparada por Ireneo y tan manifiesta en Ambrosio y Agustín. María y a Iglesia son, cada una, la nueva Eva que contribuyen a la salvación del mundo, como la primera había contribuido a su pérdida.
Scheffczyk nos hace comprender, de esta manera, que la doctrina de la Iglesia sobre la virginidad de María antes durante y después del nacimiento de Jesús se enraíza en el principio bien conocido de la asociación de María, nueva Eva, con el Nuevo Adán, doctrina clarísima a los ojos de los Padres del siglo II, y enraizada en la Tradición apostólica.
Todo esto está magníficamente resumido por el segundo concilio de Vaticano en esta afirmación cargada de implicaciones: “esta unión de la Madre con su Hijo en la obra de salvación es manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte” (LG 57: in opere salutari conjunctio). El texto insinúa que María, concibiendo virginalmente a Cristo para nuestra salvación, participó en su muerte salvífica por el género humano. Por otro lado, ¿Ignacio de Antioquia no ligaba ya, en su carta a los Efesios, desde comienzos del siglo II o incluso antes, la virginidad de María con la muerte de Cristo (, 2; RJ 39)? Ambas eran a sus ojos (antignósticos) no sólo aparentes sino reales.
Es pues, en plena fidelidad a la continua Tradición divino apostólica y patrística como a los concilios ecuménicos de Éfeso y de Calcedonia que Vaticano II, siguiendo inmediatamente el texto citado líneas arriba, agrega: “el nacimiento del Hijo primogénito de María no disminuyó sino consagró su integridad virginal” (LG 57).
A pesar de la posibilidad de elegir otros textos patrísticos (menos claros) para justificar esta afirmación, el Concilio prefirió citar a pie de página los sólidos textos de san León y de san Ambrosio que hemos recordado línea arriba. De esta manera Vaticano II nos dice que el nacimiento virginal no implica, solamente, una realidad espiritual en María, sino, también, su integridad corporal y biológica significando físicamente su virginidad espiritual y total.
Se comprende, pues, que los comentarios recientes de este texto conciliar y de sus referencias hayan subrayado su interés en el contexto actual de las enseñanzas de la Iglesia sobre la virtud de la castidad. Aunque algunos parecen no conceder ninguna importancia al cuerpo como factor moral, la integridad física de María en el seno de la creación nueva nos recuerda que Dios no desprecia la biología. No desdeña el orden material del que es Creador, como nos lo recuerda el primer artículo del Credo. Para los padres y para el Vaticano II, el nacimiento virginal de Jesús es una declaración inseparablemente espiritual y biológica. Significa, también, que la virginidad agrega alguna cosa al celibato consagrado.
En suma, las menciones del Símbolo de los Apóstoles (con el texto paralelo del Credo de Nicea-Constantinopla) a propósito de Cristo “concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María” afirman una cooperación personal de María, en tanto que Virgen, a la economía de la Redención, punto central del segundo artículo.
Además, en el contexto del primer artículo, estas menciones nos hacen ver el en nacimiento virginal de Cristo un misterio de Cristo Creador todopoderoso, capaz de nacer, en su omnipotencia, de una manera extraordinaria; implican, también, el misterio de Cristo santificador de María, inspirándole la voluntad de una virginidad interior y exterior y recompensándola por medio de una nacimiento privilegiado; permiten entrever la Asunción corporal de María en el horizonte del tercer artículo, sobre el espíritu, la Iglesia y la Escatología.
El tema de la Virginidad de María in partu fue recientemente retomado en u contexto patrístico muy acentuado por el papa Juan Pablo II, en medio de un discurso pronunciado en Capua, el 24 de mayo de 1992, con ocasión del decimosexto centenario del concilio plenario habido en esta villa. Retendremos muchos puntos que constituyen un comentario profundizado de esas palabras del segundo artículo de nuestro Credo: “nacido de la Virgen María”. Citemos:
Los Padre de la Iglesia había ya visto claramente que la virginidad de María es un tema cristológico antes de ser un tema mariológico. La virginidad de la Madre es una exigencia de brota de la naturaleza divina del Hijo.
Se discierne una importante relación entre el principio y el fin de la vida terrestre de Cristo, es decir entre su concepción virginal y su resurrección de entre los muertos, dos verdades en estrecha conexión con la fe, en la divinidad de Jesús… Muchos Padres de la Iglesia establecieron un paralelo significativo entre la generación de Cristo ex intacta virgine (de una virgen intacta) y su resurrección ex intacto sepulcro (de una tumba intacta).
Todos los Padres dan testimonio con la convicción que entre estos dos acontecimientos salvíficos – la generación-nacimiento de Cristo y su resurrección de entre los muertos – exsite una conexión intrínseca que corresponde a un plan preciso de Dios; una conexión que la Iglesia, dirigida por el Espíritu, ha descubierto pero no ha creado.
Para san Pedro Crisólogo, Aquél que una virginidad cerrada había traído a esta vida (terrestre), un sepulcro cerrado lo restituye a la vida eterna eterna. Es propio de la divinidad dejar a la Virgen sellada después del nacimiento y es también propio de la divinidad salir con su cuerpo de la tumba sellada (Sermón 75, 5).
Los obispos que participaron en el concilio de Capua en 392 comprendieron que la cuestión de la virginidad de María no es secundaria, ni limitada a la humilde persona de la Esclava del Señor, sino concierne, más bien, a los aspectos fundamentales de la fe: el misterio mismo de Cristo, su obra salvífica, y el servicio del Reino.
Si se lee Is 7, 14 el contexto exegético del método de Antioquia, se pude admitir que la profecía conoce una primera realización parcial en la persona de Exequias, bajo la antigua Alianza, y una realización plena en el nacimiento de Jesús, hijo de la virgen María; ver LG 55; MT 1, 22-23 (trad. Osty); Pío VI, carta 1779 (Enchiridium Biblicum 2, 74): H Caselles, art. “Emmanuel”, t. IV (1956) de Catholicisme.
Recordemos que los Padre, afirmando la virginidad in partu, proclaman también el nacimiento del hijo sin dolor: así Gregorio de Nisa, Hom. 1 in Resurr.; MG 46 (601-603), citando Is 66, /.
Ver en sentido contrario san Jerónimo, De Perpetua virginitate B. Mariae adversus Helvidium § 19; RJ 1361: “dices que María no permaneció virgen; afirmo por el contrario mucho más, a saber que José mismo era virgen por María, con el fin de que de un matrimonio virginal naciera un hijo virgen.”
L. Scheffcczyk, “Natus ex Maria Virgine”, Communio, éd. Fse, enero 1978, 20-31
Siguiendo a Orígenes (In Mt 10, 17; GCS X, 21, 19 s.), Epifanio afirma en varios lugares (ver D. Fernández, Marianum 20, 1958, 142-143) que el cuerpo de la Virgen, domicilio de Dios, permaneció sagrado: Ambrosio seguirá a ambos diciendo: cuando Lucas enseña que José fue justo, declara suficientemente que no pudo violar el seno del misterio, el templo del Espíritu Santo, la Madre del Señor” (In Lucam 2,6; CSEL 32 44).
W.B. Smith, “The Theology of the Virginity in partu and its Consequences for the Church’s Teaching on Chastity”, Marian Studies 31 (1980), 99-110; J.T. O’Connor, “Ambroise and K. Rahner”, Marian Library Studies 17-23 (1985-1991), 726-752 (mélanges T. Koehler)
Este punto emerge también del canon 4 del concilio de Letrán en 649 (DS 504); ver B. de Margerie, “Saint Martin Ier confirme la virginité corporelle de Marie dans son enfantement”, Agustinianum, 1997,