Un alma afligida

La angustia de una persona que con el paso de los años, se fue olvidando de los preceptos divinos, pero al recordar las alegrías propias de la época navideña fue movida por la gracia y obtuvo del Salvador, por intercesión de la Santísima Virgen, el perdón por una vida desarreglada.
Benoît Bemelmans



En su cuerpo dolorido, también el alma estaba triste y herida. Más que el frío de la noche, más que los dolores en las extremidades, de tanto errar por la ciudad, sufría de un mal latente y profundo.
En aquella vigilia de Navidad, el alma atormentada vagaba por las calles procurando ignorar la causa de su sufrimiento.
Hacía mucho tiempo que se había acomodado en la indiferencia. La última vez que se había arrodillado en un confesionario para recibir el perdón de sus faltas, ¿cuándo fue?
No crean que se trata de un gran criminal, no. Era una persona común, que llevaba su pequeña vida. “Apenas” se había olvidado de la Ley de Dios, que había substituido por hacer lo que le diera la gana, por el egoísmo y por toda especie de bajezas que pasaban por su alma, como el ruido de hojas muertas llevadas por el torbellino de un soplo maligno.

¿Era un hombre? ¿Una mujer?
Poco importa. Era un alma sumergida en la tristeza, fruto inevitable y amargo de la mala conciencia al ver, sin siquiera querer confesarlo a sí misma, todo lo que perdió al rechazar la amistad de Dios.
¡Hay tantas almas como éstas por el mundo neopagano de hoy, endurecidas por el hábito del escepticismo!

El día entero se había agitado para concluir los últimos preparativos de Navidad. Pues, a pesar del abandono de su vida espiritual, esta alma se acordaba aún de la alegría y de la inocencia de sus primeras navidades. Tenía sed de una felicidad que parecía escapársele cada vez más, y, en la medida de lo posible, intentaba recrear a su alrededor el ambiente de las navidades de su infancia. Era bastante dotada para ello, y conseguía, a pesar de todo, reunir aún algunos amigos y familiares en torno de un pino bien decorado, de un pequeño nacimiento y de una cena para una fiesta que no fuese muy melancólica.

Los años habían pasado, pero el alma inmortal conservaba la marca de la infancia inocente que había tenido.
Además, si el lector presta atención en los adultos, verá que en las almas de ellos el niño nunca está muy lejos, incluso cuando los pecados los hayan obscurecido. ¿Ese niño acabará por despertar un día?
* * *
El árbol brillaba hacía varios días con todas sus bolitas de colores, y el nacimiento encima de la chimenea sólo aguardaba la noche santa en que recibiría al Niño Jesús.
Todas las noches el alma se regocijaba al hacer avanzar su ovejita de barro. Comenzó también a hacer la oración que su madre le había enseñado a rezar delante del nacimiento. La ovejita había partido de lo alto de la colina de papel, y el alma se preguntaba si llegaría a tiempo para estar junto al pesebre, en la noche de Navidad.

Su ovejita le recordaba que también ella debía presentarse junto a la gruta, toda de blanco, para dirigir una fervorosa oración al Divino Infante por medio de la Virgen María. Era el mejor regalo que podría ofrecerle al Niño Jesús, que vino para salvarnos.
—¿Salvarme de qué? —se preguntó.

Salvarla del pecado, abrirle las puertas del Cielo, hacerla hija de Dios, rescatarla de las garras del demonio, muriendo por ella en la Cruz.
En el catecismo, el alma había comprendido muy bien que, a causa del pecado cometido por nuestros primeros padres que desobedecieron a Dios, la humanidad entera, que de ellos procedió, se hizo pecadora, inclinada al mal, privada de la vida divina, de la vida de la gracia. Fue para darnos esa vida, librarnos de la esclavitud del pecado, que Jesús vino al mundo y murió en la Cruz.
Recostado en el pesebre, entre el buey y la mula, el Niño Jesús abre sus bracitos para acogernos... ¡pero ya los extiende en forma de cruz!

Después que hiciera su primera comunión, la Navidad se volvió aún más bella. ¡Cómo era luminosa la misa de medianoche en la iglesia parroquial! Los cirios brillaban sobre el altar, los cánticos navideños subían al cielo con las nubes de incienso... A la hora de la comunión, el alma recibía a Jesús, su Salvador. Lo adoraba como habían hecho los pastores en la gruta de Belén, ofreciéndose a Él y siendo inundada de felicidad por su amor misericordioso.

Se había preparado cuidadosamente para este encuentro maravilloso. Algunos días antes, había ido a confesar sus faltas humildemente, con verdadera contrición, a un viejo sacerdote que siempre le animaba con bondad a perseverar en el camino del bien.

—Reza también por mí. Un día vendrá en que no me encontrarás más aquí para aconsejarte.
El alma salía del confesionario con la mayor levedad, llena de la tranquila felicidad de verse en la amistad de Dios.

Y todas las noches recitaba aquella oración enseñada por su madre ante el nacimiento, en preparación para la Navidad. Era una bella oración dirigida a la Virgen Santísima, que todo nos obtiene de su divino Hijo.
* * *
—Pero, ¿cómo era esa oración? —se preguntaba el alma atormentada.
Del fondo de años de indiferencia, las palabras olvidadas hace tanto tiempo fueron poco a poco emergiendo de su memoria:

Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir, que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestro auxilio y reclamando vuestro socorro, haya sido abandonado por Vos. Animado con esta confianza a Vos también acudo, oh Madre, Virgen de las vírgenes; y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana. No despreciéis mis súplicas, oh Madre de Dios, antes bien oídlas y acogedlas benignamente. Así sea.

En un primer movimiento de orgullo amargo, el alma se preguntó: ¿Seré yo la primera en decir que Nuestra Señora no vino en mi socorro? Después comprendió claramente que no se había dado el trabajo de pedir una sola vez ese socorro...
Y caminando por calles vacías y frías, repetía las palabras de la oración de su infancia: Gimiendo bajo el peso de mis pecados [...] jamás se ha oído decir, que ninguno de los que han acudido a vuestra protección [...] ¡haya sido abandonado por Vos! Animado con esta confianza a Vos también acudo, oh Madre...

Un gran dolor invadió entonces esa alma atormentada, al tomar conciencia del lamentable estado en que se encontraba. De lo más hondo de su ser, le subía un deseo de reconquistar la amistad con Dios y los perfumes primaverales de su vida espiritual, de restaurar la inocencia perdida.

—¿Aún será posible? —se preguntaba.
—Nunca se oyó decir... —le respondía una voz interior.
Movida por la gracia, repitió aún, con toda sinceridad, las palabras del Acordaos y pidió a Nuestra Señora que viniese en su socorro.
—Vamos a ver lo que sucederá, pensó ella con una pizca de incredulidad. Y dobló la esquina.

* * *
La luz interior de la iglesia iluminaba los vitrales. La puerta estaba abierta. Vacilante y sorprendida, entró. Estaba por comenzar la vigilia de Navidad. Por la nave lateral, avanzó hasta el altar de Nuestra Señora. Una melodía navideña partió del órgano. De repente, el alma se deshizo en llanto. Después de tantos años de sequedad en el egoísmo, se ahogaba en sollozos de arrepentimiento. Las lágrimas le corrían por el rostro en abundancia, y su tronco se sacudía al ritmo convulsivo del llanto en sollozos, como el de un niño...

Había ahí un sacerdote para oír confesiones. Y éste no fue el menor de los milagros, para los tiempos en que vivimos. El alma fue a acusarse como pudo, un tanto confusamente, de su triste vida apartada de Dios. Y recibió la absolución de sus faltas.

* * *
Dejo al lector el cuidado de pensar en la alegría que, en aquella noche, causó al Corazón de Jesús Infante el regreso al rebaño de su pequeña oveja extraviada.

El Niño Jesús vino sobre todo para los pecadores. No les niega jamás su perdón. Acoge con bondad y misericordia toda humilde contrición. Ayer, hoy, siempre, Jesucristo es la solución para el mundo, que se hunde en la noche del neopaganismo.

En el mayor drama de nuestra vida, recurramos con confianza a nuestro Salvador, por intermedio de la Virgen María, a quien Él nada niega.